Tema 11. Corsarios protestantes en Canarias

Siglos XVI y XVII

El descubrimiento del Nuevo Mundo y la penetración europea hacia el océano Índico a través de la costa occidental africana convierten al archipiélago canario en una encrucijada de las rutas marítimas. Ya desde principios del siglo XVI comienza el tráfico naval entre las colonias españolas de América y la metrópoli. Los barcos que volvían cargados de tesoros y especias en su ruta de regreso debían pasar entre las islas Azores y las Canarias, lo que convirtió a sus aguas en lugar de espera para los piratas. Al mismo tiempo, los intereses políticos, económicos y estratégicos de los estados europeos, enfrentados permanentemente a lo largo de los siglos XVI a XVII,  se agudizaron más aún por las discrepancias religiosas surgidas en la Reforma Protestante. La prohibición del comercio en los momentos de mayor conflicto, la necesidad de desgastar al enemigo y el deseo de obtener recursos fáciles, promovieron las actividades del corso, que también encontraron en los mares canarios un lugar adecuado para operar.

Al frente de la actividad corsaria estaban unos individuos particulares o militares que mediante un contrato, llamado carta de marca o patente de corso, establecido con un Estado quedaban autorizados para perseguir, capturar y apropiarse de barcos y propiedades de las naciones enemigas del país contratante. En la práctica la patente de corso constituía al navío corsario en un buque de guerra al que en ocasiones se le encargaban misiones de naturaleza militar. Pero por lo general la misión del corsario era arrebatar un botín al enemigo que debía compartir con la nación a la que servía. De lo dicho se desprende que no hay que confundir al corsario con el pirata, el primero trabajaba para un país del que obtenía inmunidad legal y bajo cuyo pabellón navegaba, el segundo era un proscrito que trabajaba para sí mismo atacando y obteniendo botín de todo tipo de navíos y poblaciones. Obviamente desde el punto de vista de la nación cuyos intereses eran perjudicados, los corsarios no eran más que piratas, a veces llamados «piratas caballeros», con todo su diferencia queda constatada en los casos de apresamiento; en ellos por lo general se consideraba a los corsarios como prisioneros de guerra, mientras que a los piratas se les trataba como a delincuentes. Algunos de los principales corsarios que azotaron los mares y costas canarias entre los siglos XVI y XVII fueron protestantes.

En el siglo XVI, a raíz de la enemistad de Carlos V con Francia, aparecerán por Canarias varios corsarios protestantes franceses. El primero de ellos será el hugonote Francois Le Clerc, apodado «pie de palo», que saqueó en incendió Santa Cruz de La Palma en 1553. Unos años más tarde, en marzo de 1570, otro corsario hugonote llamado Jean Bontemps visita La Gomerá, siendo bien recibido por el conde don Diego de Ayala, que le permite avituallarse y descansar en la isla, y al que el francés, agradecido, avisa de la pronta llegada a la isla de unos barcos «luteranos». Tan sólo unos meses más tarde el corsario hugonote Jacques Sores, quien años atrás había tomado y saqueado Santa Cruz de La Palma, viaja hacia la isla de la Gomera al mando de cinco naves. De camino, y ya en aguas de Canarias, se tropieza con el galeón Santiago, una nave portuguesa con destino a Brasil, que lleva a bordo unos cuarenta religiosos de la Compañía de Jesús. Jacques Sores respeta la vida a todos los tripulantes de la nave pero pasa a cuchillo a todos los religiosos y los arroja al mar. Una vez en la isla de La Gomera, los franceses pasaron varios días en la capital de la villa, alojados en las casas de algunos vecinos e intercambiando con ellos sus mercancías por productos del país; el propio conde les compró una nao bretona que habían apresado de camino. Pero lo más interesante para nosotros es saber que estos corsarios de fe protestante hablaron con los habitantes de La Gomera sobre cuestiones de su fe al tiempo que mostraron su disconformidad con algunas de las creencias y prácticas católicas. Por las actas de la Inquisición sabemos que, en una comida ofrecida en casa de don Diego de Ayala a los franceses, varios gomeros se mostraron de acuerdo con las argumentaciones de Jacques Sores. El buen ambiente reinante entre los visitantes y los isleños quedó patente cuando en su despedida de la isla los corsarios franceses hicieron sonar los cañones de sus naves como expresión de afecto. Lo sucedido no gustó nada al Santo Oficio que abrió un proceso a una treintena de gomeros, entre ellos al mismo conde, de los cuales unos once estuvieron en las cárceles secretas de la Inquisición durante algún tiempo.[1][1]

El 24 de agosto de 1571, tan sólo un año después de la anterior visita corsaria protestante, la isla de La Gomera recibe la visita del hugonote Jean de Capdeville con cinco naves, cuatro francesas y una inglesa, para atacar con dureza la villa de San Sebastián. Los gomeros no pueden resistir el desembarco y tienen que retirarse tierra adentro, lo que permite a los corsarios saquear, quemar y destruir gran parte del lugar. Seis días más tarde, y después de discutir sobre asuntos de religión con los prisioneros, entre ellos con el cura, se les ejecuta arrojándolos al mar con pesadas piedras al cuello. Unos días después, ya recuperado el conde don Diego de Ayala de su primera derrota, ataca por sorpresa a los franceses y consigue expulsarlos de la isla.

En diciembre de 1572 llega al puerto de Arrecife una galera francesa de La Rochelle con  treinta hugonotes como tripulantes. Traían consigo una nave de pesca que habían apresado viniendo de la costa africana hacia la Península, con el fin de obtener el pago de un rescate por ella, por su carga y por los tripulantes que no habían muerto en la contienda. El conde de la isla permitió la operación obteniendo gran beneficio de la misma; los vecinos también negociaron con los hugonotes vendiéndoles diversos productos. En la relación comercial mantenida no faltó oportunidad para hablar sobre asuntos de fe, algo que los hugonotes aprovecharon para hacer apología de la fe reformada y mostrar su disconformidad con el culto a la Vírgen y al Santísimo Sacramento. También criticaron fuertemente la reciente matanza de protestantes del 24 de agosto de 1572, en la llamada noche de San Bartolomé, por conspiración de los católicos. Todo esto sucedió a pesar de que el comisario del Santo Oficio, Luis de Betancor, había amonestado a los habitantes de Lanzarote que no dieran favor ni trataran con herejes.[2] [2]

Unos años más tarde, avanzado ya el reinado de Felipe II, se desata la rivalidad angloespañola. Como consecuencia, igual que en otras partes del imperio, las Canarias se convierten en blanco de los ataques del corso inglés. Los ataques y saqueos son tan frecuentes que el rey se ve obligado a incrementar el aparato defensivo del archipiélago construyendo fortalezas en las costas.  Entre los corsarios protestantes ingleses que atacaron las islas a partir de esta época destacan los siguientes: Francis Drake, que atacó Santa Cruz de la Palma en 1585, siendo repelido por sus habitantes. Dos años después hizo una visita pacífica a la isla del Hierro y durante algún tiempo visitó anualmente al conde de la Gomera. En 1595 atacó sin éxito Las Palmas de Gran Canaria por la zona de Arguineguín. Walter Raleigh, que atacó Tenerife y Fuerteventura en 1595, y Arrecife en 1616. John Hawkins, conocido en Canarias como «Aquines» (por desvirtuación fonética de su apellido), que mantuvo relaciones mercantiles con algunos propietarios de las islas a pesar de que también atacó algunas poblaciones junto a Francis Drake. En La Gomera Hawkins fue acogido y agasajado por el conde y señor de la isla, don Diego de Ayala.[3] [3] Blake, que atacó sin fortuna Santa Cruz de Tenerife en 1656, posiblemente con el deseo de conquistarla.

El peligro del ataque corsario protestante a las islas llegó a ser tal en estos años, que a las autoridades civiles y religiosas les preocupó más la protección contra sus ataques bélicos que contra sus ideas religiosas. La atención del Santo Oficio por los aspectos militares se hizo patente en los interrogatorios e informaciones. Los inquisidores preguntaban a reos o testigos por los movimientos de los corsarios, o por las características de los barcos y el armamento que portaban. [4] [4] Por otra parte, la actividad de estos corsarios protestantes, que eran hijos de su tiempo, permitió la entrada en las islas de ideas y de libros a los que nunca se hubiera tenido acceso de otra manera.

José Luis Fortes Gutiérrez

Teólogo e historiador


[1] F. Fajardo Spínola, Las víctimas del Santo Oficio, Ed. Gobierno de Canarias, Gran Canaria, 2003, p 127

[2] Ibídem, p 128.

[3] F, Fajardo Spínola, Los protestanes extranjeros y la Inquisición Canaria durante el reinado de Felipe II, en Revista de Historia Canaria, nº 180, Ed. Universidad de La Laguna, Tenerife, 1998, p 101.

[4] Ibídem, pp 132-133.

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